La verdadera fidelidad se encuentra, pero poco frecuentemente


Mariano Martín Castagneto



En nuestros días, en los que los medios de comunicación globalizados colocan al alcance de casi todos lo último de la información, hay un sector de la sociedad que no se ha quedado de brazos cruzados y ha alcanzado éxitos fenomenales. Hablamos de los publicistas, de la publicidad. Hoy, el dinero se invierte en campañas para fidelizar al cliente, para que no «abandone» a la marca y sea fiel por siempre. Pare ello, se recurre a promociones, regalos, beneficios adicionales, premios ... Y el consumidor elige ser fiel o no, pasarse de bando o quedarse con lo primero que descubrió. La fidelidad, dentro de todo, es muy fácil, sobre todo, porque quien elige siempre lo hará sin enfrentarse a ningún tipo de reprobación, queja o enojo. Quien escoge una determinada marca de cigarrillo, puede de un día para el otro cambiarla y nadie, ni siquiera la mismísima caja de cigarrillos, le demandará nada.

Pero lo notable de esta época, que se llena cada vez más de absurdos, es que se conceda más importancia a la fidelidad comercial que a la amorosa o amistosa. Explicándonos, podríamos decir que es más importante ser fiel a la marca de cigarrillos que toda la vida se consumió, que a la persona con quien uno se casó. Es más meritorio la afinidad completa y continua con una marca de indumentaria determinada que escuchar sin cansancios al amigo que necesita ayuda.

En muchos círculos íntimos y no tanto, la sagacidad consiste en ser partidario del cambio permanente, sumarse a la emoción del momento, tan vertiginosa como cada segundo que pasa de nuestras vidas. Y como las emociones van y vienen, un día están y otro no, el resultado es un comportamiento similar al esquizofrénico.

Se quiere construir un nuevo significado de la «fidelidad». Hoy en día, es una palabra mayormente asociada a una entrega, pero condicionada. El termómetro del comportamiento personal lo determinará el ego propio, que amonestará siempre y cuando vea peligrar su propio beneficio. Los demás, al fin y al cabo, sirven sólo en la medida en que me sirvan para cumplir determinados objetivos. Entonces, estamos frente a una «fidelidad utilitarista»: seré fiel a mi mujer sólo en la medida que me haga sentir joven; en cuanto pase por mi ventana una adolescente más llamativa, iré tras ella en busca de la juventud perdida; seré fiel al amigo mientras pueda aprovechar su casa de campo en las afueras de la ciudad, pero si la ruina económica aparece por sus pagos, haré de cuenta que nunca lo conocí; seré fiel a mis valores siempre y cuando me posibiliten ascender en mi carrera política, si eso no ocurriera, no dudaré ni un instante en resignarlos y cambiarlos por otros más convenientes. Al fin y al cabo, quien no sabe a dónde va, cualquier viento le sienta bien.

La cuestión es que la verdadera fidelidad se encuentra, pero poco frecuentemente. Es aquella compuesta de emociones, de sentimientos, pero también de razones. No privan los caprichos, ni los propios puntos de vista. No ataca la integridad de la persona y respeta las diferencias constituyentes de los temperamentos. La emoción tiene un papel un tanto más secundario en un ambiente donde prima la cordura, y en definitiva, el amor. Quien quiere a los demás, es fiel. Quien se quiere a sí mismo por sobre los demás, es siempre infiel.