El noviazgo es otra cosa


Alain Bandelier
Traducción del original francés: Buenas Ideas


Mi sobrino me ha presentado a su novia. En realidad, viven juntos. A mi modo de ver el noviazgo es otra cosa.

Es cierto. Hoy, para comprender de qué se habla estamos obligados a precisar: de un verdadero noviazgo. Esto se da todavía, pero es raro y merece por eso tanto más recompensa. Me gustan esos jóvenes que no hacen como todo el mundo. Y que pueden decir: es mi novia, es mi novio.

¿Los demás? Tienen escrúpulos para decir: os presento a mi concubina. Entonces utilizan palabras inciertas, que traducen bien la incertidumbre de su situación: mi amiga, mi compañera, mi chica... Algunos dicen: somos novios. Para ellos se trata de una manera de decir: va en serio, tenemos proyectos en común. A veces incluso han celebrado su noviazgo según antiguas tradiciones familiares (la petición de mano, etc.), mezclando así de modo extraño, aunque conmovedor, dos culturas contradictorias: una, la de comenzar a vivir juntos; otra, la de prepararse para el matrimonio.

En una o dos generaciones hemos sido testigos de una profunda transformación de las costumbres, particularmente de las costumbres amorosas. Hay un innegable desplazamiento de los valores; algunos hablarían incluso de su desaparación. Esto se atribuye, en general, a la liberación sexual, que procede a la vez de protestas o rechazos (el fin de los tabús) y de evoluciones técnicas (en particular la generalización de la contracepción). Personalmente pienso que no hay que subestimar la influencia de factores propiamente culturales. A propósito del noviazgo, subrayaría dos: nuestra relación con el tiempo y nuestra relación con el cuerpo.

Estamos en una cultura de la rapidez. No tenemos nunca tiempo, no nos tomamos nuestro tiempo. La espera parece tiempo perdido. “Todo, enseguida”: esta impaciencia generalizada se encuentra en la relación amorosa. Los candidatos al matrimonio se asombran de que la Iglesia les imponga unos plazos y una preparación (los obispos de Francia por ejemplo han establecido una preparación de un año).

Unos jóvenes me manifestaban su ofuscación ante esta exigencia: ¿todo eso para preparar una ceremonia? Les hice observar que se requieren siete años para hacer de un estudiante un médico, para hacer de un seminarista un sacerdote. ¡El matrimonio se improvisa y nos asombramos de que fracase! No se entra en un verdadero y gran amor como Pedro por su casa. Por otra parte, hemos de tener en cuenta que la verdadera preparación al matrimonio comienza mucho antes que el noviazgo. La apertura de corazón, el dominio de sí, todo eso se aprende al hilo de los años, y desde los primeros años.

Estamos igualmente en un mundo que tiene una visión muy empobrecida, muy materialista del cuerpo. El slogan “mi cuerpo es mío” impregna todas las mentalidades. El cuerpo es percibido como una cosa disponible, vivido en el registro del tener, como el amor en el registro del hacer, y no a nivel del ser. Una justa antropología ve al contrario el cuerpo humano como “la aparición” de la persona, la mediación de la presencia. El cuerpo humano no es algo que deba ser tomado sino alguien que hemos de acoger. Templo del alma, llega a ser además, por el bautismo, la confirmación, la eucaristía, templo de Dios.

En una visión verdaderamente humana, a fortiori cristiana, del cuerpo, se comprende que es necesaria una verdadera “peregrinación” para acercarse al otro. La omisión del (verdadero) noviazgo supone la pretensión de “llegar” sin ponerse en marcha y sin caminar. La evidencia de la mirada y la inmediatez del tacto son engañosas; se quedan muy a menudo en un nivel puramente epidérmico. La percepción sensible es más bien como un signo, una llamada: invitación a hacer familiar lo invisible e incomprensible del otro. Su misterio. Solamente entonces la revelación nupcial y la intimidad conyugal llegan a ser como la última palabra de un diálogo ya comprometido, y la promesa de una comunión que puede ser siempre más intensa. La consagración de un amor.