San Pablo y el genio femenino (6): las hijas de Felipe


Remedios Falaguera



“Al día siguiente partimos y llegamos a Cesarea; entramos en casa de Felipe, el evangelista, que era uno de los Siete, y nos hospedamos en su casa. Tenía éste cuatro hijas vírgenes que profetizaban” (Hch 21, 8-9)

En este pequeño fragmento de la vida del apóstol, nos encontramos con unas jóvenes que han tomado un camino difícil. El espíritu de servicio y el afán apostólico de Felipe el Diácono, uno de los siete varones de buen testimonio elegidos por los Apóstoles (Hechos 6:5), debió ser un ejemplo extraordinario para sus hijas, puesto que dedicaron su vida por entero a servir al Señor y a predicar el Evangelio con “firmeza, aliento y consuelo”.

Para ello, no dudaron en aceptar de buen grado una entrega total a Jesucristo como único destinatario de su amor. Es más, la elección de estas cuatro jóvenes de entregar su cuerpo y su corazón al servicio de Dios y de los hombres les permite servir plenamente y de un modo específico e insustituible a las necesidades apostólicas de la incipiente Iglesia , y más aun, a la formación de los fieles que se acercaban a ella “de un modo total e indiviso”.

Tal vez, estoy segura de ello, esta llamada divina a vivir la virginidad por el Reino de Cristo pudo, como ocurre hoy en día, suscitar suspicacias e incomprensiones. Pero, ¿quién dice que la mujer es libre para tomar esposo y no para consagrarse a Dios? ¿Cómo podemos afirmar que vivir este compromiso con Dios es anti-natural, fanatismo, o peor aún, impide al hombre y a la mujer realizarse plenamente?

No, ni mucho menos. Esta decisión libre y responsable no sólo reafirma la dignidad de la mujer, sino que realiza su personalidad dándose por entero, al igual que la entrega de los esposos es total y permanente. Como dice Jesucristo en el Evangelio, “Quien pueda entender, que entienda”. Virginidad y matrimonio, una misma vocación, dos caminos diferentes. Porque para servir a la misión dado por el Padre, se necesita no únicamente de la santidad de los matrimonios fieles, padres honrados y madres ejemplares, sino también de hombres y mujeres con una exclusividad de cuerpo y corazón, libre e indivisa. Como nos recordaba Juan Pablo II en la Carta a las mujeres “que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta “esponsal", que expresa maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su criatura”.

Y es que todos estamos llamados a la santidad, a ser trabajadores de la viña del Señor. Pero, cada uno de modo diferente, cada uno con carismas diversos. De esto deriva la grandeza de “la unidad en la diversidad” de la Iglesia, “llamada a transmitir la verdadera paz de Cristo a toda la humanidad”, como nos recordaba Benedicto XVI en la solemnidad de Pentecostés.

Es más, me atrevo a afirmar que el que no conoce el valor del misterio del matrimonio es incapaz de comprender la fecundidad de la virginidad, pues como bien leemos en un himno litúrgico, “donde hay caridad y amor, allí está Dios”.

Tiempo para servir “Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna” dijo el Señor.

¡El ciento por uno! prometió el Señor a todos aquellos que, como estas cuatro mujeres, y otras muchas a lo largo de la historia de la Iglesia, aceptaron esta extraordinaria misión: Servir de modo eficaz con un corazón grande. Un servicio que como manifestación concreta y efectiva de ese compromiso divino no se detiene en pequeñeces, y no pierde la oportunidad de difundir el mensaje de Dios.

Puesto que se sabe comprometida, no sólo a una total disposición para una mayor dedicación a las tareas formativas encomendadas, para acompañar al afligido, o para rezar por los vivos y los difuntos. No, no sólo para eso, no, aunque ya sea muchísimo. Sino también, como viene siendo habitual en las tareas de muchas mujeres consagradas, una entrega de contemplación y acción, para dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los enfermos, enseñar al que no sabe, asistir al preso,…En definitiva, servir a los hombres y a la Iglesia, sabiendo que este servicio es amor. Un amor de quien ya sabe que Alguien le ama.