La Orden de los Caballeros del Temple


Mariano Martín Castagneto



La Orden de los Caballeros del Temple fue fundada en 1118 en Jerusalén por el francés Hugo de Payens y otros ocho compañeros. Fueron nada más y nada menos que los iniciadores de las Ordenes de Caballería.

EL Reino Latino de Jerusalén había sido fundado en 1099 como resultado de la Primera Cruzada. Pero estas tierras debían seguir custodiándose de las invasiones mahometanas, es por ello que Balduino II, rey de Jerusalén, decide depositar toda su confianza en los templarios y acepta sus votos perpetuos para defender el cristianismo. Les asigna entonces un lugar para que vivan dignamente, cercano al templo de la ciudad, por ello se llamaron “templarios”.

En sus primeros años, eran sumamente pobres y vivían de las limosnas. Eran monjes que adoptaron la regla de San Benito y se vestían con un hábito blanco con el agregado de una gran cruz roja. Tenían cuatro categorías dentro de la orden: los caballeros y los escuderos, que eran quienes combatían en el frente de batalla; y otras dos categorías que no combatían directamente, los grajeros, que se dedicaban a la administración de los bienes, y los capellanes, que atendían las necesidades espirituales de todos los de la orden.

Los templarios gozaron siempre de la protección papal y sus bienes fueron declarados similares a los eclesiásticos, por lo que estaban exentos del diezmo al Estado, asunto que no gustaba demasiado al clero de Tierra Santa, que veía con envidia todos los cuidados prodigados a la orden. También los soberanos de Europa cobijaron a sus miembros con su continuo apoyo y ayuda material.

Como ejército nunca fueron muy numerosos; en su época de mayor crecimiento no pasaban de los 400. Fueron célebres sus grandes castillos en toda Europa, que eran a la vez monasterios y cuarteles de caballería, y poco a poco la orden fue creciendo en bienes, que se llegaron a calcular en más de 900 propiedades.

Pero las guerras fueron matando templarios – más de veinte mil – y se hizo necesario mayor reclutamiento, pero no tan estricto como los primeros tiempos. Esto posibilitó que la calidad humana de los caballeros fuera disminuyendo, pues aprovechaban la oportunidad de convocatoria gente excomulgada que quería redimirse o algunos que deseaban expiar culpas por sus pecados. A todos los que ingresaban se les requería una obediencia ciega y además, para probar su sinceridad, eran sometidos a una prueba secreta que jamás se develó, lo que fue aprovechado por los opositores de los templarios para acusarlos de las más viles conductas.

No tardaron en surgir inconvenientes que precipitarían la disolución de la Orden. En primer lugar, aparece la Orden de los Hospitalarios, algo parecido a ellos pero que nace con mucha intención de rivalidad. Por otra parte, el rey de Francia, Felipe el Hermoso, decide asumir la defensa del cristianismo pero no le gustaba mucho la idea de que alguien hiciera sombra a sus ansias de poderes absolutos, por lo que busca excusas para bajar del escenario a los templarios. Para ello, y en medio de una fuerte campaña, convence al Papa Clemente V que en realidad los caballeros eran unos herejes; que bajo el pretexto de la prueba secreta de fidelidad, adoraban en ella a los ídolos, blasfemaban y escupían el crucifijo pisoteándolo. Los templarios, lógicamente, por el secreto que debían guardar, no pudieron defenderse de las acusaciones, que eran totalmente falsas. Algunos quisieron salvar su vida y se confesaron culpables, lo que sirvió en bandeja a Felipe El Hermoso los pretextos para condenarlos por herejes reincidentes. El Papa Clemente V, que era el que tenía bajo su órbita a las órdenes de caballería, impidió a los inquisidores el juzgamiento de los caballeros, pero luego, inicialmente incrédulo respecto a las acusaciones, se encontró con templarios que reconocían sus blasfemias y no le quedó otra alternativa que condenarlos. Algunos fueron condenados a la hoguera y quemados vivos en plazas públicas.

Jacques de Molay, uno de los maestres de la orden, reconoció tiempo después haber mentido para salvar su vida. Felipe el Hermoso logró que 72 templarios, previamente entrenados y elegidos de antemano, admitieran delante del Papa su culpabilidad. En la mayor parte de los territorios, los templarios fueron hallados inocentes, pero no así en Francia, donde murieron ajusticiados muchos de ellos sin comprobarse su verdadera culpabilidad.

Pero había que decidir que hacer con la Orden de aquí en más. El Concilio General de Viena se pronunció por mantener la orden. El Papa, presionado, decidió adoptar una postura media: decretó la disolución de la orden pero no la condenó. Una vez disuelta, se les permitió a sus miembros unirse a otras órdenes o volver a su vida secular. Sus bienes, entretanto, fueron entregados a sus rivales, la Orden de los Hospitalarios, la Orden de Cristo y la Orden de Montesa, entre otras.

Pero hubo tiempo para la leyenda. Cuando el gran maestre de la Orden fue quemado públicamente, tanto el rey como el Papa murieron al poco tiempo, lo que instaló la sensación de que habían sido inmediatamente llamados para comparecer ante el tribunal de Dios por sus dudosas condenas y acciones.