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Categoría: FE

¿Nos podría hablar del Cielo?


Alain Bandelier
Traducción del original francés: Buenas Ideas
Disponible en francés

¿Nos podría hablar del Cielo, para desear ir allí?

Se nos habla tan a menudo de la Tierra y tan poco del cielo. ¡Por favor, háganos soñar!

Este mensaje continúa: « Yo no pienso que los parroquianos del Cura de Ars eran eruditos, y sin embargo ¡ se atrevía a hablarles del Cielo! Tantos católicos se imaginan que van a pasar la eternidad sin moverse, ¡tocando el arpa sobre una nube rosa! Mientras que nosotros nos moveremos en el Cielo, podremos ir a ver a la Virgen María, hacer el bien en la tierra, la vida será más bonita y más rica que cuanto se pueda imaginar!

¿Un sueño ? ¡No, ciertamente ! Yo no me atrevería a mirarme en el espejo si mi tiempo más claro y lo más ordinario de mi misión estuvieran dedicados a contar cuentos de hadas. Haría falta que yo simulara creer en historias no creíbles, y que, además, intentara persuadir a los demás a creer en ellas. Entonces Marx tendría razón. La religión sería el opio del pueblo y el corazón de un mundo sin corazón. Pero, un consuelo ilusorio ¿no es la peor de las desolaciones? Yo sé bien que Ernest Renan, antiguo seminarista que había perdido el realismo de la fe intentando conservar todo su romanticismo, veía en Jesús “el dulce soñador galileo”. Pero además de que la muerte en la Cruz no me parece ni dulce ni soñadora, suscribo totalmente la reflexión de Charles Péguy: “Jesucristo, hijo mío, no ha venido a contar fábulas” (1).

Esta es precisamente la tentación que aparece desde el momento en que se nos plantea la cuestión del fin último (la escatología): en lugar de pensar el misterio, nos lo imaginamos; entonces hacemos del Paraíso un jardín de delicias con cosas maravillosas a la vista, para sentir, para comer, una especie de club de vacaciones de primera clase.

Se me dirá: ¿cómo pretender pensar lo que está justamente más allá de nuestros pensamientos, con mayor motivo más allá de nuestros sueños? La respuesta es doble. Según la enseñanza de “Fides et ratio”, hay por una parte la luz natural de la inteligencia humana, y por otra parte la luz sobrenatural de la Revelación.

Desde siempre, el hombre presiente un más allá. No sólo un más allá de la muerte, sino también un más allá del mundo visible, más allá de las fronteras del espacio y del tiempo que encierran su condición humana terrestre. Las religiones llaman “cielo” y “tierra” a estos dos mundos distintos uno del otro pero no totalmente extraños uno del otro. De modo más teológico, el Credo evoca “las realidades visibles y las realidades invisibles”.

Moisés y algunos profetas del Antiguo Testamento (Elías, Isaías, Ezequiel) entreven ese mundo de fuego y de luz que es la morada de Dios y también la de los misterios vivos que le rodean y sobre los que se refleja su gloria. Una sana filosofía precisará que este universo celeste no tiene una medida material o temporal común a la nuestra. No es por eso un mundo abstracto o virtual. Es incluso más real que el que nosotros llamamos aquí abajo la realidad, en la medida en que él escapa a las variaciones periódicas (2)y más todavía a la decrepitud y a la muerte. Además, es esta realidad divina primera y última la que está en el origen y el fin de toda otra realidad.

El Evangelio de Jesucristo da una visión del Cielo infinitamente más profunda y fascinante. La revelación del misterio de Dios, comunión trinitaria, hoguera ardiente de puro y total amor, es al mismo tiempo la revelación de lo que puede ser el Cielo para las criaturas: nada más que (pero ¿qué más pedir?) la elevación del espíritu en la luz increada y el éxtasis del corazón en la alegría inefable de los Tres. Y en ellos, la visión de todo lo que es, la comunión con todo lo que vive.

Evidentemente, esto no se realiza sin nosotros. Esto supone que nos dejemos purificar y abrazar por la caridad divina desde aquí abajo (o incluso más allá de la muerte, por la gracia del Purgatorio).

(1) « Le Porche de la deuxième vertu », p. 596 de las obras poéticas completas, Ediciones de la Pléiade. (2) Carta de Santiago 1, 17.

10/02/2007 - Famille Chrétienne, n°1517

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